26 sept 2013

Sólo un sueño

Allí estaba, en Old Trafford, el Teatro de los sueños. ‘Suena bien’, pensé, muy a mi pesar, esperando impaciente el inicio del partido. Era ante el Manchester United; rivalidad, historia, orgullo, todo eso estaba en juego, y no quería perder. No ese día.

Desde hacía mucho tiempo, las frustraciones habían sido moneda corriente para mí y todos los fanáticos del Liverpool. Pero aquel día sentía algo especial. Lo presentía. Algo bueno iba a pasar. Simplemente lo sabía.

Optimista, vi cómo el equipo vestido de blanco, mi equipo, al oficializar de visitante, irrumpía en el terreno de juego. Intenté percibir el aroma del césped húmedo pero me resultó imposible a pesar de encontrarme a escasos metros del arco de De Gea. Ellos ya se estaban acomodando; quería ganarles.

Vestían de rojo. ‘Mi rojo’, pensé molesto.

En cuestión de segundos, tras ver los saludos de los futbolistas, el árbitro finalmente se dignó a empezar. El sonido del silbato rompió mis tímpanos; continuaba impaciente.

La pelota empezó a rodar por la alfombra verde…

‘Así es, así es, así es’, me repetía, una y otra vez. La pelota estaba en nuestro control, y nuestros jugadores se buscaban. Cada vez que pasaba por los pies de Steven Gerrard, nuestro ídolo eterno, nos elevábamos inconscientemente de los asientos para ver, maravillados, lo próximo que iba a realizar.

Arriba todo era velocidad. Se combinaban Sturridge y Mosses, junto a Luis Suárez, a quien había extrañado; a quien había llegado a odiar, incluso, al saber que podía dejarnos. Pero estaba de vuelta, estaba jugando para Liverpool y sabía, más que nunca, que dependíamos mucho de él. Su juego, inquietante, alimentaba nuestras posibilidades.

La pelota le llegó a él pero no pudo controlarla del todo bien, le quedó un poco larga y De Gea, aquel larguirucho español, había evaporado el peligro. Estábamos cerca. Lo sabía. Lo presentía. Aquel día, de visitante y ante la mayoría de seguidores del United, íbamos a complicarles la fiesta, a quebrarles aquel aire de grandeza, de soberbia. Quería gritarle que los grandes éramos nosotros, no ellos; que Liverpool valía diez veces más que ellos y que cualquier otro equipo de Inglaterra. Que Liverpool era Liverpool.

Se terminó el primer tiempo. Me encontraba esperanzado. Más que antes. Más que previo al partido. Parecía que había vuelto aquel equipo de antaño, siendo el dominador de las acciones principales, haciendo que el United cayera a nuestros pies, sumiso, como si fuera un equipo más.

‘Ya verás’, le comentaba a otro aficionado del equipo, ‘Venceremos en la segunda parte, los dejaremos furiosos. Gozaremos todo el día, toda la semana. Nos burlaremos como nunca antes, y como tantas veces.’

El segundo período había iniciado y… ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? ‘Maldita sea’, refunfuñé hundido en mi asiento. Rápidamente, al ver cómo la pelota irrumpía en el fondo del arco nuestro, bajé la mirada. Sombrío. Triste. Decepcionado. Miré a mi alrededor y busqué con la mirada a quien hace un rato le había hablado; simplemente no supe decirle nada más.

Los minutos pasaron. Ellos llegaban con extrema facilidad porque estábamos volcados al ataque. Y nosotros desperdiciamos ocasiones muy claras. O no tuvimos suerte. Esa maldita fortuna que siempre tienen los del United. ¿Por qué nosotros no? El remate de Luis Suárez, que había rozado a Phil Jones y había dado de lleno en el travesaño. ¿Por qué? ¿Por qué no podíamos empatar?

Tuvimos una clarísima, aún más notoria que la anterior. De Mosses. Pero cabeceó al medio del arco. De nuevo, una vez más, como si fuera a propósito, el español De Gea ahogaba nuestros gritos de alegría. Un grito que se quedó en mi garganta, con deseos de salir, de callar a todos los fanáticos del United; pero se quedó, allí, mudo, quemándome por dentro.

Y la Copa de la Liga, que otrora habíamos ganado muchas veces… Un minuto, dos minutos, tres minutos. Lo adicionado llegaba a su fin. Kolo Touré había desperdiciado otra situación apenas un rato antes. El partido llegaba a su fin. El uno a cero en contra era imposible de siquiera igualar. Y de nuevo me encontraba triste. No pude levantar la mirada para ver cómo celebraban; sólo oía los murmullos, aquel sonido que se me antojaba insoportable, que me volvía taciturno.

Así me fui del estadio, triste, con la cabeza baja, mirando el piso. Así me fui del estadio que algunos ingenuos llaman ‘Teatro de los sueños’. Pero, en realidad, mi sueño, aquel de ver victorioso al Liverpool, no se había cumplido.

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